dimarts, 28 de juliol del 2009

i ara una d'en Culla (a El País) cal dir-ho tot

"La ingrata conducta del pueblo catalán..."
La catalanofobia tiene una larga historia en España, y la democracia no ha logrado erradicarla. Ahora, la derecha política y mediática vuelve a azuzarla con motivo de la reforma de la financiación autonómica

JOAN B. CULLA I CLARÀ 28/07/2009


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El reciente parto del nuevo modelo de financiación autonómica ha dado lugar a la reaparición de un reflejo, de una pulsión, de un recurso político que recorre espasmódicamente la vida pública española desde hace ya varias centurias, aunque haya quien se empeñe en negar su existencia: me refiero a la catalanofobia.



En tiempos de los Austrias, Quevedo decía: "Son los catalanes aborto monstruoso de la política"

Vuelve hoy a agitarse el espantajo del enemigo interior, del fenicio artero y separatista

Podría decirse que, desde el siglo XVII, casi siempre que Cataluña -se entiende, los sectores en cada momento hegemónicos de la sociedad catalana- ha pretendido preservar o mejorar su estatus dentro del Estado español, ya fuera éste monárquico o republicano, tradicional o parlamentario, ello ha suscitado en la España de matriz castellana poderosos movimientos de rechazo y descalificación que, a menudo, adquirieron un sesgo de prejuicio o de fobia anticatalanes. Ya en los días de Felipe IV y de Olivares alguien de la talla de Quevedo no dudó en escribir que "son los catalanes aborto monstruoso de la política", o que "el catalán es la criatura más triste y miserable que Dios crió", entre otras lindezas.

Dos siglos y medio después, el protagonismo de los Figueras, Pi i Margall, Tutau o Suñer i Capdevila en los primeros Ejecutivos de la República de 1873 llevó a un diario capitalino a denunciar que "España ha pasado a ser patrimonio de Cataluña", una alarma que jamás ha suscitado la presencia en el Gobierno de andaluces, gallegos o vascos, por numerosos que fuesen; y el redactor añadía: "Pues todavía no están contentos. Será necesario que el resto de España les pague (a los catalanes) un crecido tributo, para que nos dispensen el obsequio de no declararse independientes ni piensen en mudar de nacionalidad".

¿Les suena la melodía? Con tales precedentes, el nacimiento del catalanismo político infundió a los discursos catalanófobos una justificación y una rentabilidad que los hicieron florecer.

Cuando el movimiento catalanista daba sus primeros pasos, dos jóvenes valores del partido conservador, José Martos O'Neale y Julio Amado, publicaron el volumen Peligro nacional. Estudios e impresiones sobre el catalanismo (Madrid, 1901). Se trataba de una alerta estridente y melodramática sobre el riesgo de que Cataluña se convirtiese a corto plazo en otra Cuba, esta vez dentro de los confines peninsulares. Pero, en el apartado de las soluciones, Martos y Amado no las proponían sólo contra los catalanistas (leyes represivas de excepción, destierros), sino contra el conjunto de la sociedad sospechosa: prohibición absoluta del "dialecto catalán" en el espacio público, "incompatibilidad de los catalanes para ejercer cargos oficiales al servicio del Estado en Cataluña", sustitución de todo el clero local por eclesiásticos "de otras provincias españolas", supresión del arancel proteccionista para castigar a la burguesía fabril...

Desde entonces y hasta la Guerra Civil, la catalanofobia ("... la ingrata conducta del pueblo catalán...") fue un ingrediente estable de la retórica españolista, tanto más frente a las campañas autonomistas de 1907, de 1918-19 o de 1931-32, e incluso constituyó la plataforma personal de políticos como Antonio Royo Villanova.

Con dos subtemas principales: el económico ("Cataluña ha sido el hereu de la pobre España", "si las provincias catalanas han medrado ha sido a costa del resto del país", "después de todo, viven de nuestro sudor y de nuestra sangre"), aderezado con amenazas más o menos explícitas de boicot comercial; y el lingüístico ("¿vamos a consentir que en aquellas regiones furibundamente autonómicas salgan niños de la escuela sin apenas saber hablar castellano?", se preguntaban los maestros nacionales de la comarca de Alcañiz a finales de 1918).

La sombra ominosa del franquismo frenó, durante la transición, el retorno de ese argumentario. Pero no por mucho tiempo: los viejos prejuicios se desacomplejaron con rapidez y, de nuevo, abrazaron una transversalidad ideológica que incluía cómodamente a un Alejandro Rojas Marcos o a un Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Sin embargo, por razones tanto de cultura política como de táctica (la lucha contra la larga hegemonía felipista, lo poco que AP-PP tenía que perder en Cataluña...), fueron el centro-derecha español y sus entornos mediáticos quienes cultivaron con más ahínco los mensajes que dibujaban a los catalanes o a Cataluña como una comunidad egoísta, rapaz e insolidaria, privilegiada dentro del Estado común y, al mismo tiempo, deslealmente resuelta a romperlo.

A partir de 1993, la coyuntura política (las impaciencias del Partido Popular por conquistar de una vez La Moncloa, la alianza parlamentaria entonces vigente entre González y Pujol, la consiguiente cesión a las administraciones autonómicas del 15% del IRPF...) dio alas a ese discurso. "No puede ser que las regiones ricas sean cada vez más ricas y las pobres más pobres, ni podemos aceptar que las regiones conflictivas sean siempre las grandes beneficiarias", aseveraba Juan José Lucas, entonces presidente de la Junta de Castilla y León. Lo que el Gobierno del PSOE hacía era "quitarles varios miles de millones de pesetas a los pensionistas y a los parados españoles" para dárselos a Cataluña, sentenció el propio José María Aznar. Mercedes de la Merced, por su parte, lanzaba un sentido aviso sobre los riesgos de "cualquier loco que pueda asumir mañana la presidencia de la Generalitat".

Naturalmente, la aritmética parlamentaria del cuatrienio 1996-2000, el primero de Gobierno del Partido Popular, iba a determinar un repliegue completo de dichas tesis: nada de presidentes locos, ni de pensionistas expoliados, ni de catalanes que arramblan con todo. A continuación (2000-2004), la cómoda mayoría absoluta y el complejo de superioridad que ésta infundió en el equipo de Aznar hicieron innecesario el espantajo del enemigo interior, del fenicio artero y, encima, separatista.

De hecho, el Partido Popular no volvió por esas veredas hasta 2005, una vez el trauma de marzo de 2004 en vías de superación. Fue con motivo de la OPA lanzada por Gas Natural sobre Endesa cuando resurgieron en el seno de la formación conservadora y en los medios -sociales, periodísticos y de opinión- afines los reflejos catalanófobos que tan bien expresó el futuro diputado Manuel Pizarro con su "nunca seré empleado de La Caixa". Otros autores de menor fuste instaron a "los catalanes" a alejar "sus sucias manos" de la empresa eléctrica, sobre cuyo futuro hizo fortuna el eslogan "antes alemana que catalana".

Y luego, sin solución de continuidad, estalló la campaña contra el Estatuto. Criticar y combatir un proyecto legislativo auspiciado por cualquier Gobierno, o por determinadas fuerzas políticas, es perfectamente legítimo y hasta saludable en democracia, sin duda. Pero, en este caso, la desmesura y el tremendismo de la ofensiva la hicieron deslizarse a menudo hacia la descalificación y el estereotipo colectivos.

Con el nuevo Estatuto, "las regiones más pobres van a salir trituradas", aseguró Mariano Rajoy abundando en el viejísimo tópico. En cuanto al boicot al cava, alimentado desde una televisión pública bajo el control del PP, no parece que su objetivo fuese dañar a un Gobierno, o a un partido, o a varios, sino a la economía catalana en general.

El terreno, pues -el terreno de los discursos políticos y mediáticos, el de los imaginarios colectivos, el de las construcciones identitarias...-, se hallaba tan abonado que, inevitablemente, el protagonismo de la Generalitat en la reforma de la financiación ha hecho rebrotar los clichés: "¡Que un catalán valga lo que dos madrileños es intolerable!", lanzó el consejero Beteta. "El dinero se va para los ricos catalanes", denuncian en Asturias; "España fue y es un opíparo negocio para Cataluña", afirman en Galicia.

Después de tres décadas de democracia y de Estado autonómico, hay debates en los que estamos como en tiempos de Castelar o de Moret.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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